El gobierno Petro ha llevado a un extremo ya risible la idea de que la paz es una concesión que nos hacen los violentos. Hemos visto cómo les entregan privilegios, les despejan los territorios, los liberan de la cárcel, y ahora los abrazan y los exaltan ante el público. Esperan que después de todos estos gestos, los criminales, los asesinos, los extorsionistas, se sientan de alguna manera compelidos a cambiar. Y que de esa decisión -de manera casi mágica- Colombia empiece a vivir en paz.
El Presidente se ha tomado muy en serio la idea de las causas de la violencia; tendrá que ver con que él mismo fue guerrillero. Y entonces cada causa pretende darle un remedio: la inclusión política con la elección de Petro quedó destruida como causa que diera lugar a la violencia. La falta de oportunidades — que es cierta— no va a desaparecer de un día para otro, y sin embargo el subsidio a quien deje de matar ha causado más revuelo moral en la sociedad que resultados positivos. La inequidad y la desigualdad de nuestra sociedad — también cierta — pese a los largos discursos del Presidente sigue siendo exactamente igual. Y en este gobierno hemos llegado a tener abiertas tantas negociaciones como grupos ilegales parece haber. Reciben beneficios, andan en camionetas blindadas y pagadas por el Estado y sin embargo, la violencia solamente aumenta.
Gafas, el carcelero cruel de Ingrid Betancourt liberado por el gobierno ahora engruesa nuevamente las filas de la violencia. El ELN pese a toda la generosidad del gobierno que hasta dinero en Arauca para financiarse les otorgó, responde con nueva violencia. Las disidencias de las FARC reciben los beneficios y se expanden en número, recursos y armas. Al Clan del Golfo, las autodefensas de la Sierra, y tantos otros siguen el mismo camino: con cada concesión del gobierno se fortalecen.
Ahora el presidente ha encontrado una nueva cantera: el paramilitarismo. Quiere también sacarlos de las cárceles, llevarlos con eventos públicos y abrazarlos. Empieza esto a parecer una reunión de compadres a los que les ha gustado el crimen ahora exhibiendo su pretensión de regalarnos la paz, si sabemos apreciarla.
Se queja el presidente Petro de que a los paramilitares los hayan metido presos, de que los hayan extraditado; a eso le llama traición. Pareciera que se siente más empático con la rabia de los jefes paramilitares que después de seguir delinquiendo fueron extraditados, que con la sociedad que celebró su sanción.
Lo cierto es que ninguna nación desarrollada ha optado por esta extraña ruta. Por el contrario, la fortaleza del poder estatal -el monopolio de la violencia- se ha considerado en la práctica y en la teoría el elemento más importante en la formación del Estado. Su deber primordial es administrar justicia y castigar a quien comete crímenes. La cárcel de los criminales funge dos propósitos: la sanción y educa a la sociedad en lo que no estamos dispuestos a aceptar.
Esta es una versión del populismo que ha hecho parte de nuestra historia. Así como los políticos prometen transformaciones en la salud, la educación, la pobreza con fórmulas mágicas; nos han prometido también la fórmula mágica de la paz que se firma en un papel. Es trágico y doloroso que sobre la sangre de tantas víctimas, que sobre la libertad de tantos ciudadanos, que sobre el miedo que domina nuevamente a los colombianos, la estrategia sea exaltar a los victimarios.
Todo esto contrasta con la persecución desatada contra el presidente Uribe y la violación flagrante de sus derechos. Uribe simboliza precisamente un gobierno que frente a los violentos actuó con firmeza, y cuyos resultados en materia de seguridad fueron sobresalientes. No sorprende entonces entender por qué lo persiguen, y se entiende, también, fácilmente por qué sigue siendo la figura política con mayor aceptación en el pueblo colombiano.
Paloma Valencia