reencausar el conocimiento mao
Credit: Christian Orrego

Hoy no fui yo quien habló de política en casa. Fue mi hija de 18 años, una joven llena de sueños, quien me sorprendió con preguntas y reflexiones que me dejaron en silencio. Me miró a los ojos y me dijo: “Papá, ¿por qué en Colombia matan a las personas por pensar diferente?, ¿por qué no se respeta la diferencia?, ¿por qué tenemos que vivir divididos como si ser de un bando u otro fuera más importante que ser humanos? 

Confieso que me estremecí. En su voz escuché no solo la inocencia de una joven que empieza a ver el mundo con ojos críticos, sino también un grito desesperado por la paz, un llamado que muchos adultos hemos ignorado. Yo, que he visto cómo el fanatismo ha llevado a nuestro país al caos, nunca había escuchado a mi hija hablar así, con tanta claridad, con tanta angustia por lo que somos y lo que dejamos de ser.

La política no es mala, le dije. Lo malo es el extremo al que hemos llegado. Nos dejamos atrapar por la lógica de los bandos, de las trincheras, de los fanáticos que no aceptan al otro como ciudadano, sino que lo ven como enemigo. Esto no nace solo de la gente. Se alimenta desde arriba, desde discursos que incendian en lugar de unir, desde líderes que hacen de la polarización su estrategia de poder; lo que es perverso es cómo algunos la usan: como negocio, como escenario de guerra, como teatro donde importan más los aplausos fáciles que las vidas que se pierden en las calles. 

Hemos retrocedido años porque, en vez de dialogar, nos dedicamos a señalar, a insultar, a destruirnos mutuamente.

Lo que más me conmovió fue escuchar en mi hija algo que a muchos adultos nos cuesta reconocer: el deseo profundo de paz. Ella no hablaba de cifras ni de ideologías, hablaba de respeto. De poder vivir en un país donde la diferencia no se pague con la vida, donde los sueños de los jóvenes no sean truncados por la intolerancia. Me pregunto qué nos pasó como sociedad para que sean los jóvenes los que tengan que recordarnos lo esencial: que la democracia no es odio, que la política no es guerra, que la paz no debería ser un lujo, sino un derecho. Y me duele pensar que quizás nosotros, los adultos, hemos normalizado tanto la violencia verbal y física, que tuvimos que esperar a que nuestros hijos nos lo dijeran en la cara.

Esa noche, al terminar la conversación, comprendí que no es tarde. Que si queremos salvar este país del fanatismo, tenemos que aprender a escuchar como yo escuché a mi hija, que con apenas 18 años, me dio una lección que no olvidaré. Nos está pidiendo a gritos algo simple y profundo: que aprendamos a respetarnos. Que entendamos que el otro no es enemigo. Que dejemos de matar por pensar diferente. Y que, de una vez por todas, nos demos la oportunidad de vivir en paz.

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