A veces, la curiosidad nos lleva por caminos insospechados. Un simple clic en un buscador, preguntándome sobre las búsquedas espirituales de hoy, me llevó a un artículo con una pregunta más honda: ¿por qué el simple acto de creer nos da tanto bienestar, sin importar en qué sea?
La respuesta, creo, no está en una tendencia ni en un libro, sino en la arquitectura misma de nuestra mente. Desde siempre, los humanos hemos buscado un hilo invisible que le dé sentido a la vida. A veces lo llamamos Dios, otras veces fe, destino o simplemente esperanza. Hoy, muchos lo encuentran en la naturaleza, en la meditación o en la conexión con los demás.
La neurociencia lo confirma: hay una razón biológica para este consuelo. Cuando confiamos en algo más grande que nosotros, nuestro cerebro activa su sistema de recompensa, liberando sustancias que generan calma y placer. Al mismo tiempo, se reduce la actividad de la amígdala, la región del cerebro que se encarga de procesar el miedo y la ansiedad. No se trata de si es una religión o una caminata por el bosque; se trata de la confianza que nace en el corazón y que, literalmente, reconforta al cuerpo.
Por eso hoy florecen tantas maneras de conectar con lo sagrado. El yoga, el mindfulness, o simplemente abrazar un árbol, no son modas pasajeras. Son herramientas de regulación emocional ancestrales, formas modernas de hacer lo que siempre hemos hecho: buscar un momento de quietud, de sentir que somos parte de algo hermoso y más grande. No necesitan dogmas ni intermediarios; solo necesitan un corazón abierto.
Pero también hay que decirlo: no toda creencia es un refugio sano. Algunas pueden activar los mismos circuitos de recompensa de manera adictiva, encadenándonos a ilusiones que nos quitan libertad en lugar de dárnosla. Por eso, más que creer a ciegas, lo valioso es preguntarnos si aquello en lo que depositamos nuestra fe realmente nos nutre y nos hace crecer.
Incluso nuestra fascinación por la tecnología es, en el fondo, el mismo anhelo. Soñar con que nuestra mente pueda vivir en una nube digital no es muy distinto a rezar por un alma eterna. Es el mismo deseo de permanecer, de que algo nuestro sobreviva al tiempo. ¿Será que esa fe en lo digital nos da alas o nos pone cadenas invisibles?
La verdadera revelación quizás sea esta: no importa el nombre que le pongamos. Lo que importa es que creer nos hace bien. Nos une, nos da fuerza para seguir y nos recuerda que no estamos solos. En un mundo tan ruidoso, tener un lugar al que volver —sea un templo, un jardín o el silencio de nuestra respiración— es un regalo.
Al final, creer es como encontrar un puerto en la tormenta. Es un acto de valor y de ternura. Nos permite navegar la vida con más confianza, sabiendo que, aunque no tengamos todas las respuestas, podemos encontrar calma en el misterio. Y eso, tal vez, es lo más humano que hay.
CLAUDIA ESPERANZA CASTAÑO MONTOYA
Líder
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