Hay palabras que incomodan solo con pronunciarlas. Y “humillación” es una de ellas. Nos estremece, nos defiende, nos pone a la defensiva. ¿Quién quiere sentirse humillado? ¿Quién, en su sano juicio, buscaría ese lugar de vergüenza, derrota o fracaso?

Yo tampoco quería. Y, sin embargo, la vida —sabia y persistente— me llevó hasta allí. Me condujo de la mano hasta ese rincón oscuro donde no había nada que sostener, excepto una verdad: no puedo más. No sé cómo seguir. No tengo fuerzas ni respuestas. Y fue en ese instante, en esa tierra donde el ego se arrodilla, que algo profundo empezó a moverse dentro de mí.

La humillación no es lo que nos han enseñado. No es agachar la cabeza frente al otro, ni permitir abusos, ni quedarnos callados cuando deberíamos gritar. No. La verdadera humillación es interna. Es ese momento en que me rindo frente a mi propia imagen idealizada. Cuando dejo de sostener el personaje que “todo lo puede”, “todo lo sabe” y “nunca se equivoca”. Cuando acepto —con dolor y con amor— que también soy caos, miedo, fragilidad. Que también soy la que no puede.

¿Y saben qué descubrí? Que justo ahí, en ese fondo tan temido, comienza la posibilidad del vínculo. Con la vida. Conmigo misma. Con algo más grande que me sostiene, aunque yo me crea sola. Cuando ya no pude más, apareció lo que sí puede.

Lo aprendí con el cuerpo, de rodillas al lado de la cama, llorando sin filtros, como una niña que se entrega. No por masoquismo. No por drama. Sino porque entendí que vivir no es solo triunfar, ni resistir. A veces, vivir es rendirse. Es caer al piso para recordar que la tierra también abraza.

Así que, si hoy te sientes derrotado, si algo dentro de ti se quiebra y no sabes cómo seguir, no huyas. Quédate. Baja la cabeza. Toca fondo con conciencia. Porque quizá ese fondo no sea el fin, sino el verdadero comienzo.

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CLAUDIA ESPERANZA CASTAÑO MONTOYA

Líder

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