Hay días en los que el mundo parece una montaña rusa sin frenos: guerras que no cesan, noticias que duelen, prisas que nos ahogan. Y en medio de este caos, uno se pregunta: ¿Qué puedo hacer yo, solo/a, para cambiarlo? La respuesta, aunque no lo crean, está en lo diminuto. En esos gestos que no hacen ruido, pero que construyen silenciosamente un mundo más habitable. Le llamo generosidad microscópica, y es quizás la revolución más urgente que necesitamos.  

No hablo de donar millones (que ojalá todos pudiéramos), ni de gestos heroicos. Hablo de lo que cabe en un metro cuadrado de humanidad: ceder el asiento con una sonrisa, guardar el celular para escuchar de verdad, preguntarle a un desconocido ¿estás bien? cuando la vida le pesa.

Hace unas semanas, en un mall de Barranquilla, mi sobrina y yo pedimos algo de comer. El joven que nos atendió tenía los ojos rojos, las manos temblorosas. ¿Necesitas ayuda?, le pregunté. Él evitó mi mirada: «No es importante». Claro que lo es —le dije—. Te veo triste, y eso me importa. Entonces ocurrió algo mágico: su rostro se suavizó, me sonrió agradecido. No resolví sus problemas, pero por un segundo, su carga fue menos pesada. Eso es generosidad microscópica: reconocer al otro en su fragilidad, sin pretender ser su salvador.  

Lo pequeño no es insignificante

Ahora, vivimos hiperconectados pero emocionalmente aislados. Nos duele el alma colectiva, pero nos cuesta mirar al de al lado. La generosidad microscópica es un antídoto porque no requiere recursos, solo atención.

Ese joven del restaurante ya no estaba cuando volvimos. Nunca supe qué le pasaba, pero sé que ese «te veo» sin pretensiones le recordó que no estaba solo. Y eso, en un mundo donde la desesperanza es epidemia, es un acto de resistencia.  

Estudios de Harvard (y hasta el Journal of Happiness Studies) confirman que los actos pequeños de generosidad activan la misma región cerebral que el placer físico. O sea: ser amable nos hace felices. No es solo química; es lógica pura.

Cuando tú le das permiso a un extraño para sentirse vulnerable contigo, o le regalas tu paciencia al vecino que siempre se queja, estás tejiendo redes invisibles de confianza. En una era donde todo es «selfie» y «yo primero», estos gestos son rebeliones silenciosas.  

Oye, pero hay un pero: lo microscópico no es tendencia. No genera likes espectaculares. Por eso cuesta tanto. Requiere desacelerar en una sociedad que premia la productividad tóxica.

Imaginen: ¿qué pasaría si hoy, en lugar de ignorar al mesero que parece distraído, le preguntáramos *»¿cómo estás?»* y esperáramos la respuesta de verdad? El cambio no estaría en él, sino en nosotros. La generosidad empieza por soltar la armadura de la indiferencia.

Dejo una tarea (sí, lo he hecho en otras columnas): hoy, hagan algo que no deje huella en Instagram, pero sí en alguien. Puede ser tan simple como comprarle un café a la persona detrás de ustedes en la fila, o decirle «gracias» al señor que barre la calle.

La generosidad microscópica no arreglará el clima político ni acabará con la desigualdad, pero nos recuerda algo vital: el mundo se transforma desde la escala humana. Y eso, querido lector, ya es un principio.  

CLAUDIA ESPERANZA CASTAÑO MONTOYA

Líder

EmociónyEspíritu Mass Media es la expresión multimedia de la misión de conexión Emocional y Espiritual de la Fundación Ok Futuro

Entérate con El Expreso