Hay días en que el cuerpo se hace escuchar. No con palabras, sino con un dolor de espalda que no cede, con un cansancio que el café no quita o con esa migraña que llega puntual como un recordatorio incómodo. No son casualidades.
En la actualidad el «estar ocupado» es medalla de honor y las pantallas nos roban hasta el último minuto de quietud. Hemos convertido el cuerpo en una herramienta: algo que llevar al gimnasio para moldearlo, a la farmacia para silenciarlo o a la oficina para explotarlo. Pero ¿qué pasa cuando dejamos de tratarlo como un objeto y empezamos a habitarlo como nuestro hogar?
La mente puede engañarse con frases motivacionales o listas de metas, pero el cuerpo no miente. Es el testigo silencioso de todo lo que callamos: el estrés que «manejamos» se convierte en un nudo en el estómago, las lágrimas que tragamos resurgen como insomnio, y las horas interminables sentados, se pagan con cervicales rígidas y piernas inquietas.
¿ A quién no le ha pasado ? Después de meses ignorando un dolor persistente en la parte superior de la espalda, el médico me miró con esa sabiduría que solo tienen quienes escuchan cuerpos todo el día: «Esto no es una lesión, es un síntoma. ¿Qué carga emocional no has soltado?».
Reconquistar el cuerpo no es solo un ejercicio de autocuidado; es un acto de rebeldía contra un sistema que nos vende productividad a costa de nuestra salud.
Pensémoslo: ¿por qué normalizamos trabajar con fiebre pero nos avergonzamos de llorar? ¿Por qué celebramos el «no tengo tiempo ni para enfermarme» como si fuera un logro?.
Cada vez que hacemos una pausa para respirar profundamente antes de responder ese correo agresivo, cuando elegimos caminar descalzos sobre el pasto o simplemente nos permitimos una siesta de veinte minutos, estamos haciendo algo radical: recordar que somos humanos.
No se trata de grandes gestos. Basta con aprender a leer esos telegramas corporales que siempre estuvieron ahí: la mandíbula apretada al despertar, el peso de los párpados a media tarde, ese suspiro que se escapa después de una conversación difícil.
Si pasamos horas sentados, programar alarmas cada noventa minutos para estirarnos, no es «perder tiempo», es prevenir dolores crónicos.
Un baño caliente al final del día o bailar sin motivo no son lujos, son actos de justicia corporal.
Vivimos entrenados para habitar el mundo desde el cuello hacia arriba, como si el resto de nuestro cuerpo fuera un mal necesario. Pero la verdadera transformación, personal y colectiva, comienza cuando dejamos de verlo como un enemigo a dominar y empezamos a reconocerlo como un aliado que lleva años susurrándonos: «Por aquí no es».
Volver a sentir no es retroceder: es recordar que somos humanos, no máquinas con piernas. El primer territorio que debemos reconquistar no está en ningún mapa. Está aquí, en este cuerpo que nos ha estado esperando todo este tiempo.
CLAUDIA ESPERANZA CASTAÑO MONTOYA
Líder
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