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Credit: LINA MARIA ARANGO

Quienes hacemos activismo virtual y ciudadano sabemos- pero pocas veces decimos con claridad, para evitar la calificación de victimismo- que alzar la voz tiene un costo real. No solo es la estigmatización con el que algunos sectores y ciudadanos en su zona de confort miran a quienes cuestionamos y hacemos visible los abusos y corrupción; también es el costo personal, emocional y económico que implica sostener una lucha que no da privilegios, pero sí genera riesgos. En Colombia, quien denuncia y movilizada suele terminar aislado, desacreditado y amenazado en su integridad. Aislado es vulnerable y vulnerable es fácil de desprestigiar. Esa es la ecuación silenciosa que sostiene muchos de los abusos que enfrentamos y que son perpetuados elección tras elección.

Desde hace 5 años lo he vivido en cada frente: en la denuncia sobre peajes injustificados, en la discusión sobre el descaro en el salario de los congresistas, en la visibilización de casos de corrupción y en la defensa de la ciudadanía frente a decisiones que profundizan desigualdades. Lo viví en los ataques virtuales, en los intentos de deslegitimación, en la soledad que acompaña a quienes se atreven a decir lo que muchos piensan pero pocos se arriesgan a expresar.

Y mientras la indignación ciudadana continúa, algunos políticos hablan de corrupción, pero casi ninguno se atreve a señalar el rol del sector privado en esa ecuación que comienza en la financiación y apoyo de las campañas. Se denuncia al funcionario, pero no al contratista. Se cuestiona al político, pero no al conglomerado empresarial que se beneficia del diseño institucional. Se habla de “manzanas podridas”, pero no de los incentivos que permiten que empresas capturen decisiones públicas.

En temas como peajes y concesiones, esta omisión es evidente. El abuso se invisibiliza. Se presenta el modelo como un ejemplo de eficiencia y desarrollo, mientras las comunidades cargan con tarifas injustas, prórrogas inexplicables y obras que no corresponden a lo que se cobra. La narrativa oficial protege el negocio, no al ciudadano. Y cuando alguien se atreve a cuestionarlo, la respuesta suele ser deslegitimar, etiquetar, minimizar a quien cuestiona el sistema.

Sobre corrupción, las cifras oficiales muestran un panorama alarmante. Transparencia por Colombia documentó $21,28 billones perdidos entre 2016 y 2022 en casos comprobados. La reciente cifra del escándalo en la UNDGR y el INVÍAS dan cuenta de casi $700 mil millones que debían ser destinados a las vías. Sin embargo, la discusión pública suele centrarse en la necesidad de realizar reformas tributarias porque “el presupuesto no alcanza” o en garantizar negocios que profundizan la privatización de servicios esenciales. Se habla de cómo recaudar más, pero no de cómo optimizar y dejar de perder lo que ya tenemos. Se habla de eficiencia, pero no de justicia. Se habla de competitividad, pero no de dignidad. Mientras tanto, las iniciativas ciudadanas, como el Referendo que buscaba bajar salario de congresistas, enfrentan obstáculos enormes: trámites interminables, instituciones que no escuchan, funcionarios que dilatan y sectores que deslegitiman.

El país necesita una conversación más profunda, más honesta y valiente. Y esa conversación no la van a iniciar los poderosos y sus títeres políticos: la inicia la ciudadanía cuando decide no callar. Ese es el activismo que transforma, aunque duela, aunque cueste, aunque incomode.

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