La sabiduría de los 14: Siento luego elijo
Anoche, mientras intentaba decidir sobre qué escribir esta semana, le conté a mi sobrina de 14 años que andaba dándole vueltas al tema. Sin dudarlo, me dijo:
—Tatá, ¿por qué no escribes sobre la madurez emocional? Escuché a alguien hablando de eso y me llamó la atención.
Me sorprendió. No por la propuesta en sí, sino porque viniera de alguien tan joven. Le pregunté qué le había llamado la atención de esa expresión. Su respuesta, sencilla pero profunda, me dejó sin aliento:
—Es saber que las emociones existen y, de acuerdo con lo que uno vive, entender cuál o cuáles está sintiendo. Así uno no se deja llevar a los extremos.
Me quedé en silencio. ¿Cuántos adultos conocemos que aún no logran este nivel de claridad emocional? ¿Cuántas veces confundimos sentir con reaccionar, emoción con drama, verdad con herida?
La madurez emocional no se obtiene con la edad ni con los títulos, sino con la disposición valiente de mirar hacia adentro. Es el momento en que dejas de pelear con lo que sientes, y empiezas a escucharlo con amor. Cuando aprendes a ser hogar para ti misma mismo, incluso en medio de tus tormentas internas.
Madurar emocionalmente no es dejar de sentir, es todo lo contrario: es sentir con conciencia.
Cuando el enojo llega, no lo tapas ni lo explotas: lo reconoces, respiras y decides.
Cuando el miedo se asoma, no lo niegas ni lo disfrazas: lo abrazas y avanzas con él de la mano.
Cuando la tristeza te visita, no la barres debajo del tapete: le haces espacio, la escuchas y la dejas ir cuando esté lista.
Hoy quiero creer que estamos sembrando una nueva generación de almas que sienten sin miedo. Que conversan sin herir. Que se retiran sin huir. Que aprenden a decir “no” sin culpa y “sí” sin miedo.
Madurar es dejar de culpar al otro por lo que duele. Es entender que la vida no siempre es justa, pero aun así, podemos ser justos con nosotros mismos.
Es reconocer que la calma no siempre viene del exterior, pero sí puede nacer dentro, si se lo permitimos.
Y sí, mi sobrina me enseñó anoche —sin proponérselo— que la madurez emocional no tiene que llegar tarde en la vida. A veces, simplemente necesita ser nombrada a tiempo.
Qué hermoso regalo cuando la semilla de la conciencia brota en los jóvenes. Y qué responsabilidad tan grande tenemos los adultos de cultivar ese despertar, empezando por nuestro propio jardín interior. Y tomando acción con nuestros menores: Escuchar, dar ejemplo, dejarnos ver vulnerables…
Porque al final, la verdadera madurez emocional no se grita. Se vive. Se respira. Y sobre todo… se transmite.
CLAUDIA ESPERANZA CASTAÑO MONTOYA
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