Hablar de temas espirituales y emocionales, experimentados en cada situación de la vida, pareciera que sería hablar de lo mismo siempre. Pero no. Cada vivencia tiene su color, su ritmo, su manera de tocarnos. Las emociones universales se repiten, sí, pero nunca igual. Así como no hay dos lágrimas idénticas ni dos silencios con la misma intención, tampoco hay una sola manera de vivir el desánimo. Hoy hablamos de él.
El desánimo no es flojera ni debilidad. Es una señal del sistema emocional que pide descanso, atención y comprensión. Según la psicología afectiva y la neurociencia, nuestras emociones están ligadas a circuitos cerebrales que regulan la motivación. Cuando esos circuitos se saturan por estrés crónico, frustraciones repetidas o pérdida de sentido vital, aparece ese vacío sutil que nos desconecta de lo que antes nos emocionaba.
Aunque el psiquiatra Daniel Siegel no se refiere directamente al desánimo, sus estudios sobre la integración cerebral y la coherencia narrativa ayudan a comprenderlo. Según sus investigaciones, cuando lo que pensamos, sentimos y hacemos se fragmenta, perdemos conexión interna. Esa falta de coherencia puede generar estados emocionales de desorientación y parálisis, muy cercanos al desánimo. Siegel propone herramientas para restaurar el equilibrio, como la atención plena, la consciencia relacional y la reescritura de nuestra narrativa interior.
Desde la psicología clínica, se ha identificado que el desánimo profundo suele ser consecuencia de tres grandes factores: la ansiedad prolongada, la desconexión con el propósito personal y la dependencia excesiva de estímulos externos para sentir bienestar. En palabras del psicólogo Rubén Camacho, el desánimo no es un problema primario, sino una consecuencia de no haber atendido a tiempo las raíces emocionales que lo provocan.
Desde la perspectiva espiritual, muchas tradiciones coinciden en que los momentos de sombra son fértiles. El budismo habla del “valle del sufrimiento” como la antesala del despertar. El cristianismo habla del desierto como lugar de encuentro profundo. Y estudios contemporáneos sobre inteligencia emocional —como los de Daniel Goleman— señalan que aprender a nombrar, validar y explorar nuestras emociones es clave para transformarlas.
¿Qué hacer entonces cuando llega el desánimo? Lo primero es no pelear con él. Reconocerlo. Nombrarlo. Respirarlo. Buscar espacios seguros donde ser escuchados sin juicio. Y sobre todo, reorientar la mirada: no hacia lo que falta, sino hacia lo que aún vibra.
Porque incluso en el cansancio, hay belleza. Una taza de té, una conversación honesta, una tarde de lluvia pueden recordarnos que estar vivos no siempre es estar felices… pero siempre es estar en camino.
CLAUDIA ESPERANZA CASTAÑO MONTOYA
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