Esta semana había estado pensando sobre la felicidad. Entonces partí de su origen: la palabra «felicidad» en español tiene su origen en el latín felicitas, que a su vez deriva de felix o felicēs, palabras que significan «fértil» o «fecundo».

Como creo en las sincronías, estando en este ejercicio me encontré con un texto de La Vanguardia, sobre la entrevista al psiquiatra José Luis Marín: “La felicidad es como el serrín en la fábrica de muebles. Tú los haces y luego encuentras el serrín, que lo vendes”.

La metáfora me pareció clara y reveladora. No se fabrica el aserrín (para nosotros), aparece. Lo mismo sucede con la felicidad: no se busca por sí misma, es el resultado de lo que hacemos con sentido. Cuando vivimos con propósito, presencia y coherencia, ella llega. A veces suave, sin hacer ruido, como una brisa.

Durante años nos han hecho creer que la felicidad es un estado permanente de euforia, sin espacio para la tristeza o el miedo. Pero como dice Marín, no es lo mismo estar contento que ser feliz. Podemos ser profundamente felices y, a la vez, vivir momentos difíciles. La felicidad es un suelo fértil, no una emoción momentánea.

Entonces, ¿qué estamos construyendo? Si lo que hacemos nace del cuidado, el amor, la entrega, seguramente el “aserrín” de la felicidad aparecerá, aunque no lo busquemos. La clave está en vivir plenamente, no en perseguir una sensación.

Tal vez el secreto esté en dejar de esforzarnos tanto por estar alegres y comenzar a habitar cada instante con autenticidad. Porque la felicidad —esa que no grita, pero permanece— brota cuando menos lo esperamos, como flor silvestre en medio del camino

.CLAUDIA ESPERANZA CASTAÑO MONTOYA

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