Compunge el alma, que un joven de tan solo 16 años ponga fin a su vida lanzándose al vacío, un eco doloroso de una problemática profunda: “el aumento del suicidio” y el deterioro de la salud mental entre nuestros jóvenes. Este suceso, lejos de ser un caso aislado, evidencia un sistema que, lejos de ofrecer soluciones, parece perpetuar el abandono.
Es alarmante constatar cómo los programas de salud mental, diseñados desde escritorios distantes, demuestran un profundo desconocimiento de las realidades y de los desafíos que enfrentan nuestros adolescentes, iniciativas descontextualizadas, que no logran conectar con la urgencia y la complejidad de las emociones juveniles.
Unas líneas de atención y plataformas de juventud, concebidas como soportes vitales, se revelan inoperantes e inservibles, en esencia, son estructuras vacías que no ofrecen consuelo ni guía a quienes claman por ayuda en su momento más vulnerable y con realidades disímiles a las de aquellos que presuntamente contribuyen a su construcción.
La carencia de empatía y altruismo es palpable, una parte considerable de la sociedad, se ha acostumbrado a la indiferencia, frases «como no es conmigo, qué más da» o «uno no puede cambiar el mundo», resuena con una frialdad desoladora, esta desconexión con la realidad de quienes sufren en silencio es un síntoma de una patología social que nos consume.
Evidentemente, la superficialidad de las interacciones, el juicio rápido y la falta de voluntad para extender una mano amiga, son barreras que impiden la detección temprana y la intervención efectiva.
Necesitamos urgentemente un cambio de paradigma.
No basta con lamentar las tragedias; o simplemente pensar que, con solucionar las falencias estructurales de mantenimiento del viaducto, es suficiente para evitar que más personas lo hagan, es imperativo actuar; se requieren programas de salud mental que surjan de la comprensión profunda de las necesidades juveniles, gestados desde el terreno y con la participación activa de un grupo realmente amplio de jóvenes.
Es fundamental que las plataformas de apoyo sean funcionales, accesibles y, sobre todo, humanas, la empatía debe dejar de ser una palabra vacía y convertirse en el pilar de cada interacción, de cada política pública, la vida de cada joven importa.
No podemos seguir permitiendo que la indolencia y la ineficacia marquen el destino de nuestra juventud. La Biblia nos recuerda en Proverbios 31:8-9: «Abre tu boca por el mudo en el juicio de todos los desvalidos. Abre tu boca, juzga con justicia, Y defiende la causa del pobre y del menesteroso.», es momento de alzar la voz, de defender a los más vulnerables y de construir un futuro donde la salud mental de nuestros jóvenes sea una prioridad innegociable.