reencausar el conocimiento mao
Credit: Christian Orrego

En este exuberante país pluriétnico y biodiverso, donde la desigualdad aún levanta muros invisibles y las cicatrices del conflicto palpitan con fuerza, el arte y la cultura emergen, no solo como pinceladas de belleza, sino como el latido mismo de la sanación, la entereza y la metamorfosis social, estas herramientas trascienden la simple expresión; sus hilos invisibles, contribuyen a entretejer la cohesión de las memorias colectivas, ladrillos fundamentales para la construcción de la tan anhelada paz.

Las escuelas formativas de música, con sus notas logran que las mentes de los jóvenes ahoguen el estruendo de las balas, Los colectivos de hip hop transforman la rabia en rimas de conciencia, y las casas de la cultura que abren sus puertas, se convierten en verdaderos refugios de identidad y pertenencia, en faros de esperanza en medio de las tinieblas.

Por su parte, en el corazón de la ruralidad, iniciativas como la Escuela Audiovisual Infantil de Belén de los Andaquíes, permiten que las voces puras de nuestros niños cuenten sus propias historias, sembrando semillas de cooperación y reconocimiento en la tierra más fértil: su imaginación; es innegable observar que, en las comunidades heridas por la violencia, la música se alce como un lamento compartido que engrandece la esperanza, que el teatro de voz y vida a los silencios que destrozan el alma, que con la danza se delinee en el aire, la liberación de los espíritus oprimidos, y que los murales plasmen, en los muros de la historia, los sueños de un futuro diferente.

El arte corre el velo y se exhibe como un escudo protector esencial para nuestros jóvenes, pues al crecer en la compleja fragilidad de los entornos urbanos y rurales, en estos escenarios encuentran espacios de alivio, disertación, desahogo, cohesión e inclusión, el arte acaricia el alma, nutre el bienestar y la resiliencia emocional, mejorando la salud mental y elevando la autoestima. Su impacto edificante trasciende lo individual, preservando la identidad cultural, como lo que es, un tesoro que promueve el diálogo intercultural y que permite derribar las barreras de la incomprensión.

El arte y la cultura impulsan las economías locales, gracias al vigor de la creatividad, preservando la riqueza de nuestra identidad cultural como un tesoro ancestral; sin embargo, este poderoso motor de cambio aún clama por mayor aliento, la inversión debería fluir como ríos caudalosos, la infraestructura debería erigirse como verdaderos palacios de la expresión, ya que la labor de todos nuestros artistas debería ser dignificada, liberándola de la precariedad, como el vuelo del cóndor sobre los Andes.

Es realmente imperativo, que las políticas públicas culturales, realmente abracen la diversidad de nuestros territorios y que además se garanticen estos derechos como pilares fundamentales de nuestra sociedad, ya que al articularce el arte, con la educación, la salud y la paz, serían los colores de un mismo lienzo, porque solo así, podremos construir la Colombia que soñamos, un país más justo, equitativo y profundamente resiliente.

Deberíamos entender que el arte no es un lujo fugaz, sino una necesidad transformadora, una fuerza vital que nos da la gran destreza para grabar en la memoria las lecciones aprendidas, para bosquejar un futuro en donde verdaderamente florezca la equidad, para así bordar en el tejido social, con hilos de oro, la reconciliación, que, acompañado con los tonos profundos del azul de la esperanza, la púrpura de la dignidad, la escarlata de la pasión por el cambio y la pureza del lino fino de nuestras intenciones, tejamos junto a la maestría de las manos expertas y los corazones creativos, un nuevo tapiz de nación, en la diversidad y dignificación de cualquier tipo de trabajo y de cada expresión de nuestra humanidad.

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